jueves, 13 de noviembre de 2008

La última batalla del Kai

Este es el relato de mis aventuras con Lobo Solitario en su primer libro, Huida de la oscuridad. En él cuento en primera persona todo lo que le ocurre a mi personaje a lo largo del librojuego. Esta es mi historia, pero cualquiera que emprenda esta aventura podrá contar otra muy diferente. Esa es la ventaja de los librojuegos. Antes de continuar, te prevengo de que en este relato voy a destripar todo el libro, así que si estás planeando emprender esta aventura, ¡no sigas leyendo!

Aventura: Huida de la oscuridad

Características: Destreza en el combate 13 (+2, +2), Resistencia 24

Disciplinas del Kai: Sexto sentido, Dominio en el manejo de las armas (martillo de guerra, +2 DC), Curación, Ataque psíquico (+2 DC), Defensa psíquica.

Armas: Hacha, Estaca.

Coronas de oro: 1

Equipo: 1 comida.

Objetos especiales: Mapa de Sommerlund.


Aquel iba a ser un gran día, pero el destino me deparaba la peor de las suertes. Animado por la celebración de la fiesta de Fehmarh, día en que todos los monjes de Kai regresaban al monasterio para participar en los festejos, mi mente trasladó al esperado momento antes de tiempo, y mi maestro me castigó por no prestarle atención. Mal empezaba el día. Ahora, como castigo, mientras todos aguardaban el comienzo de la fiesta, yo tenía que ir al bosque a por leña. La recogí lo más rápido que pude, pues no quería perderme aquel día tan importante en el monasterio, que solo se celebraba una vez al año. Regresaba ya animado por haber concluido mi tarea y con la ilusión de unirme a mis compañeros y mis maestros, cuando vi sobre el monasterio una nube de criaturas aladas y oí el fragor de una batalla. Rápidamente, solté la leña y corrí para ayudar a los míos, pero con los nervios no me apercibí de la rama baja de un árbol y me golpeé en la cabeza con tanta dureza que perdí el sentido. Mientras la oscuridad de la inconsciencia se cernía sobre mí, vi que los muros del monasterio se desplomaban.

Permanecí unas horas sin sentido, las suficientes para asistir a la horrorosa transformación de un monasterio lleno de vida en unas ruinas solitarias. Pensé en mis maestros y en mis compañeros, y cuando comprendí que los había perdido mis ojos se llenaron de lágrimas. ¿Qué iba a ser ahora de mí? ¿Qué sería de mi país, Sommerlund, sin los guerreros del Kai? Entonces comprendí lo que debía hacer. Tenía que viajar a la capital, Holmgard, y avisar al rey de la catástrofe, y de que un ejército comandado por los Señores de la Oscuridad se dirigía hacia allí. La historia volvía a repetirse, pero esta vez, los Señores del Kai ya no estaban para defender al país de sus inveterados enemigos. Cobré consciencia en aquel momento de lo precios que era mi vida, y me prometí a mí mismo que no me dejaría matar, al menos hasta que pudiera cumplir mi misión. Me despedí en silencio de mis seres queridos y juré vengarles. Mis maestros me llamaban Lobo Silencioso. Pero ahora soy Lobo Solitario.


Descendí por una colina, a cuyos pies se abrían dos caminos. Pero mi sexto sentido me avisó de que las criaturas que habían atacado el monasterio estaban rastreando esos caminos en busca de supervivientes, así que decidí adentrarme en la espesura del bosque. Tras media hora de lento progreso por el denso follaje, oí un chillido que me heló la sangre. Era un kraan, una de las horribles criaturas aladas que habían atacado el monasterio. Dos seres de piel grisácea iban montados sobre su lomo. Eran giaks, malvados servidores de los Señores de la Oscuridad, criaturas de las que estos se habían servido para construir su ciudad, Helgedad, situada en las regiones volcánicas y áridas tras la cordillera Durncrag. Solo los giaks más fuertes habían sobrevivido a aquella atmósfera envenenada, y ahora engrosaban las filas de su ejército. Como estaba oculto por las ramas de los árboles, el kraan y los giaks no me vieron y se alejaron hacia el sur.


Tras recorrer otro cuarto de milla, oí unos gritos que procedían de las ruinas de Raumas, un antiguo templo erigido en el bosque. Me aproximé y pude ver un destacamento de unos veinte giaks dirigidos por uno más alto, que vestía una malla negra y fustigaba a los demás con un látigo de púas. Se oían sonidos de truenos, y uno de ellos fue acompañados de un fulgor azul que liquidó a toda una fila de giaks. Para mi sorpresa, vi a un joven vestido con una túnica color azul con estrellas, que era el único defensor de las ruinas. Era un miembro del gremio de magos de Toran. El joven retrocedió, adentrándose aún más en las ruinas, y no se dio cuenta de que un giak se le adelantaba por detrás y se subía a una columna que había tras él, presto a clavarle una daga que llevaba en los dientes. Le puse en guardia con un grito, y este se volvió a tiempo para freírle con uno de sus rayos. El oficial giak, al verme, tocó retirada y los giaks huyeron al amparo del bosque. El joven, rubio y de ojos profundos y melancólicos, me estrechó la mano agradecido. Estaba agotado y le fallaban las fuerzas. Le ayudé a sentarse y me contó que se llamaba Banedon, que era miembro de la Hermandad de la Estrella de Cristal, y que, junto a dos compañeros que le acompañaban, había recibido la misión de entregar un mensaje urgente al monasterio del Kai. Fueron atacados de repente por un grupo de giaks, y huyó por el bosque hasta las ruinas para protegerse, perdiendo a sus dos compañeros en la huida. Me mostró la carta que contenía el mensaje, y en él se decía que Vonotar, un miembro de su hermandad, la había traicionado y había asesinado a uno de sus jefes. Se rumoreaba que había investigado acerca de la magia negra y se había unido a los Señores de la Oscuridad. Le conté entonces con gran pesar que ya era demasiado tarde par entregar el mensaje, pues todos los monjes del Kai, excepto yo, había perecido a manos del ejército de los Señores de la Oscuridad. En ese momento, Banedon se quitó una cadena de oro de la que colgaba un medallón y me la entregó, diciendo que era el símbolo de su hermandad y que me traería buena suerte durante el resto de mi viaje. La acepté y nos despedimos, deseándonos lo mejor.


No había avanzado mucho cuando advertí varios ojos amarillentos entre las malezas y una flecha me pasó rozando. Era una emboscad de aquellos repulsivos giaks. Corrí a través del bosque. Aquellos eran giaks de las montañas, y no estaban acostumbrados a moverse por la espesura, así que conseguí despistarlos fácilmente.


Tras descansar un rato, proseguí mi marcha y me topé con un grupo de arbustos de color rojo oscuro. Eran adormideras. Sabía que si me pinchaba con aquellas púas comenzaría a debilitarme, pero mi única esperanza de sobrevivir era seguir al amparo del bosque, así que n tuve más remedio que cruzar por allí. Después de quince minutos de arañazos conseguí salir de los zarzales. Entonces se abrió ante mi una empinada pendiente cubierta de árboles. Aunque estaba aturdido por el efecto de las adormideras, decidí bajar por ella. Pronto, las fuerzas me fallaron, perdí el sentido y me precipité por la pendiente. Desperté con un tremendo dolor de cabeza, sobre una maraña de altas hierbas. Eché en falta mi mochila y mis armas. Se me habían perdido durante la caída, pero las recuperé fácilmente y proseguí mi marcha.


Tras una hora de camino di con unas flores de color rojo brillante que crecían junto al musgo. Eran flores de laumspur, una planta curativa. Agradeciendo mi golpe de suerte, recogí todas las que pude y las guardé en mi mochila.


Quince minutos después, una flecha voló cerca de mí y fue a clavarse en un árbol. Corrí a refugiarme en la maleza, justo antes de que una lluvia de flechas negras acribillaran el lugar donde estaba. Huí por la espesura, corriendo sin descanso hasta que encontré un camino forestal que conducía al este.



El sendero terminaba en un claro en el que se erigía un árbol con un grueso tronco en cuyas ramas se había construido una casita. Trepé y entré en la casita, donde había un viejo ermitaño en un rincón. Este suspiró de alivio al ver mi capa del Kai y me dijo que el lugar estaba infestado de giaks y que había visto a más de cuarenta giaks sobrevolando la cabaña hacia el oeste. Me ofreció fruta fresca y me propuso cambiar un martillo de guerra que tenía por mi estaca. Agradecí contar con el arma que mejor había aprendido a empuñar y me despedí del anciano.



Estuve caminando casi dos horas por el bosque, con el temor de haberme perdido. Tas descender por un rocoso promontorio, vi algo insólito: un túnel que desaparecía en el interior de la ladera, rodeado de zarzas y raíces. Decidí adentrarme en él, ya que si tenía salida por el otro lado de la colina podría ahorrarme horas de camino. Caminé durante tres minutos, cuando la brisa fresca que corría por dentro del túnel se transformó en un desagradable olor a carne putrefacta. De repente, algo se precipitó sobre mí a mi espalda y me hizo caer de rodillas. Me volví para ver la asquerosa forma de un alacrán zapador, que trataba de estrangularme con sus viscosos tentáculos. Hube de defenderme en medio de la oscuridad, pero contaba con el martillo que me había entregado el ermitaño, y finalmente pude salir vivo de aquel enfrentamiento. La bestia cayó con un horrible alarido, y yo, vencido por el pánico, me acerqué a ella para arrancarle de sus fauces lo que creía que era mi cinturón y corrí hacia la salida del túnel, que ya divisaba a lo lejos. Al salir, me desplomé jadeando sobre las hojas. Cuando me recuperé, comprobé que mi cinturón seguía en su sitio, y lo que había cogido del cadáver del alacrán era una correa de cuero de la que colgaba una daga y una bolsa con veinte coronas de oro. Me quedé con las coronas y seguí hacia el este a través del bosque.


Descubrí u camino entre los árboles por los que avanzaba gente que se dirigía hacia el sur, llevando sus posesiones en carros. No me pareció un camino seguro, así que seguí hacia el sur, de nuevo al amparo de los árboles del bosque. Llegué hasta una gran roca, detrás de la cual se divisaban dos piernas. Hice uso de mi sexto sentido para reconocer las botas de un soldado del rey que al parecer estaba herido. A su lado tenía una lanza y un escudo con un pegaso blanco, el emblema del príncipe de Sommerlund. Al verme me pidió ayuda. Le curé con mis conocimientos del Kai, y ya recuperado me contó que se llamaba Trimis y que había acabado allí tras ser soltado desde las alturas por un kraan que le había agarrado mientras luchaba al lado del príncipe Pelathar, tratando de defender el puente de Alema del ataque del ejército de los Señores de la Oscuridad. Le acomodé lo mejor que pude y reanudé mi viaje.


Cerca de allí oí sonido de batalla. Me acerqué para asistir a la feroz batalla de la que me había hablado Trimis, librada sobre el punte de piedra de Alema. El príncipe Pelathar luchaba contra un enorme gourgaz, un ser reptiliano que enarbolaba un hacha por encima de su cabeza. De pronto, una flecha hirió al príncipe, que cayó presa del gourgaz. Rápidamente, me adelanté para hacer frente a la cruel criatura, que comenzó hiriéndome de gravedad. Pero saqué fuerzas de flaqueza y la vencí con unos certeros golpes de mi martillo. En cuanto cayó la bestia, los soldados del príncipe me protegieron con sus escudos de las flechas de los giaks. Pelathar, moribundo, me pidió que llevara un mensaje a su padre: las fuerzas de los Señores de la Oscuridad eran demasiado numerosas, y solo podrían ser vencidas con lo que se encontraba en el país vecino de Durenor. Me ofreció su blanco corcel, y me dispuse a viajar con celeridad a Holmgard, dejando a los soldados inmersos en la batalla que aún se libraba sobre el puente.

Seguí por un sendero a lomos del magnífico animal, hasta que llegué a una bifurcación en la que había un poste de señales tirado en el suelo. Torcí a la izquierda. Tras un buen rato de marcha, vi a lo lejos a unos giaks montados en lobos malditos que se dirigían a una pradera. Uno de ellos se separó de los otros y retrocedió por el camino hacia donde yo estaba. Estaba demasiado débil tras el enfrentamiento con el gourgaz; no sobreviviría a una nueva batalla. Tuve que esconderme tras un arbusto con el caballo, hasta que el jinete y la bestia pasaron de largo. Por tercera vez en mi viaje, me vi obligado a internarme en el bosque para no ser visto, y di gracias por tener tan buen caballo, pues a pesar de lo tortuoso del camino, no tropezó ni una sola vez.



Al llegar la noche, le di descanso al caballo y seguí a pie. Llegué a un lago a cuyas orillas había una cabaña. Un hombre con una capa se me acercó y me ofreció llevarnos a mí y al caballo al otro lado del lago con su barca, por dos coronas de oro. Pero mi sexto sentido me alertó sobre él: ¿qué hacía aquel hombre allí, cuando casi toda la región estaba infestada de giaks y otras malvadas criaturas? Vi en él un aura de maldad y decliné su oferta.


Pronto la oscuridad de la noche me impidió continuar. Me envolví en mi capa y me puse a dormir. Tuve un mal despertar: las tropas de los Señores de la Oscuridad avanzaban al otro lado del lago. Un kraan posado sobre la cabaña que había cerca de la orilla remontó el vuelo y se dirigió hacia donde yo estaba. Me adentré en el bosque para que no me viera y cabalgué hasta un claro del que salía un sendero hacia el sur. Temiendo emboscadas de avanzadillas de giaks, bordeé el claro hasta llegar al sendero. A lo lejos se divisaba ya la ciudad de Holmgard. El sendero empalmaba con la calzada de portazgo, que unía el puerto de Toran con la capital.


Cabalgué por la calzada sin avistar refugiados ni enemigos, hacia una alta sierra desde a que divisé la ciudad. Sus murallas blancas y grises y sus resplandecientes torres con las banderas ondeando a la fresca brisa de la mañana me llenó de esperanza. Pero desde las montañas Durncrag bajaba un ejército negro que avanzaba implacable hacia la capital. Yo tenía tres posibilidades: podía avanzar por el camino real, que me permitiría un rápido avance pero me dejaría expuesto a posibles ataques; abandonar el caballo y avanzar por un afluente del río Eledil, que llegaba hasta las fortificaciones exteriores, al amparo de su vegetación; o adentrarme en el cementerio de los antepasados, una zona prohibida por la que estaba seguro que no pasaría el ejército enemigo, pero que podía esconder innumerables horrores. Decidí avanzar por el camino real para llegar cuanto antes, a lomos del buen corcel de Pelathar.



Pero la suerte no me acompañó. El caballo, que tan buen servicio me había prestado, perdió una herradura y se hirió la pata. Tuve que abandonarlo y avanzar a pie. La lentitud de mi avance aumentaba el peligro que corría al estar al descubierto. Después de veinte minutos de carrera, vi una manada de lobos malditos que descendían por una ladera a mi derecha. Me tendí entre las rocas del camino y tuve la fortuna de que no me vieran.


Me dolían las piernas por la carrera, mis heridas y el penoso viaje. A media distancia había un grupo de cabañas, y me dirigí hacia elas esperando poder descansar un poco. Al entrar en una de ellas, vi una olla y una mesa preparada para la comida. Parecía que la cabaña había sido abandonada precipitadamente aquella misma mañana. Recuperé fuerzas con aquella buena comida y salí de nuevo para recorrer la poca distancia que me separaba de mi destino.



Apenas había avanzado cuando unos soldados surgieron de debajo de un puentecillo, ordenándome que me detuviera y tirara mis armas. Una vez más, mi sext sentido me avisó del peligro: aquellos hombres no eran lo que parecían. El jefe llevaba una ballesta, lo que hacía que mi huida fuera un suicidio. no tenía más remedio que combatir contra elos, o acbarían conmigo en cuanto bajara el arma. Me lancé contra el jefe y le aparté de un empujón, lo cual me permitió echar a correr. Al instante oí detrás de mí el chasquido de la ballesta al ser cargada. Me lancé al suelo justo para evitar que la saeta encontrara mi cuerpo. Aquello me permitió huir hasta dejar atrás a mis perseguidores.



Al fin legué a las empalizadas de las fortificaciones exteriores. Las puertas de roble se abrieron y dejaron ver a un sargento ensangrentado por la batalla, que llamó a un oficial para que me recibiera. Este me preguntó indignado dónde estaban los demás señores del Kai, pues estaban sufriendo muchas bajas sin nuestra ayuda. Le informé del triste final de mis compañeros, y enseguida pidió que trajeran dos caballos. Montamos en ellos y galopamos hacia las murallas. Atravesamos el túnel que cruzaba la entrada y nos detuvimos frente a la atalaya principal. Seguí al oficial hasta un amplio vestíbulo, donde un cortesano me invitó a que le siguiera por la ciudadela. Me llevó a una biblioteca. Allí empujó uno de los libros de las estanterías, y al hacerlo una de ellas dejó al descubierto un pasadizo. Lo atravesamos hasta llegar a una lujosa habitación con un baño de mármol en la que el hombre me sugirió que me refrescara mientras solicitaba audiencia con el rey. Le hice caso y me vestí con unas ropas blancas que me prepararon. Luego seguí al cortesano hasta una gran puerta custodiada por dos soldados vestidos con armaduras de plata.


Entré en la cámara de estado, un magnífico salón decorado de blanco y oro. El rey estudiaba un mapa en el centro, acompañado de sus más allegados consejeros. Cuando conté las desgracias que había vivido, se hizo un gran silencio. El rey se acercó y tomó mi mano entre las suyas.


-Lobo Solitario –me dijo-, has dado muestras de abnegado valor, cualidad que debe poseer todo auténtico Señor del Kai. Tu viaje hasta aquí ha estado lleno de peligros y, aunque las noticias que nos has traído son para nosotros un doloroso golpe, el espíritu de tu determinación es como un rayo de esperanza en esta hora funesta. Has honrado la memoria de tus maestros y por ello te alabamos. Has hecho todo lo que Sommerlund puede exigir a un hijo leal, pero el país aún te necesita. Los Señores de la Oscuridad son de nuevo poderosos y su ambición no conoce límites. Nuestra única esperanza reside en Durenor, en el poder que ya una vez derrotó a los Señores de la Oscuridad hace siglos. Lobo Solitario, eres el último de los Señores del Kai y posees las destrezas requeridas. ¿Quieres ir a Durenor y traer la Espada del Sol? Sólo con ese don de los dioses podemos aplastar este mal y salvar a nuestro país.


Comprendí entonces que mi aventura solo acababa de empezar.

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